COMER DE OFICIO |
Del medio centenar de restaurantes de éxito que había en Madrid cuando apareció Guía del Ocio, en diciembre de 1975, sólo prevalecen actualmente unos quince y creo que es de justicia empezar por nombrarlos, así sea como ejemplo de perseverancia y meritorio signo de contento ante varias generaciones. Jalonan, en todo caso, la primicia y la constancia de las crónicas de restaurantes publicadas en el primer medio informativo madrileño que se impuso esa disciplina semanal con la intención de conducir al lector, local o forastero, a las mejores mesas, con sus observaciones y debidos argumentos.
Los más veteranos
Los veteranos Lhardy de la Carrera de San Jerónimo, con más de un siglo y Sobrino de Botín, en Cuchilleros, desde tiempo inmemorial, continúan vigentes y competentes. También Horcher perdura en su devoción por la alta cocina centroeuropea desde 1943 y O’Pazo, abierto en 1969, en su plenitud marinera de renovación diaria. Zalacaín, que acababa de cumplir dos años por entonces, comenzaba a ganar estrellas Michelin con la misma arrogancia y sensibilidad con que las ha perdido luego… sin perder clientela. El Ritz era lugar de culto cosmopolita con un chef muy influyente de cuando no los había mediáticos: el cacereño Eustaquio Becedas, que impuso el cocido madrileño como un plato gourmand indispensable para el viajero de postín. La Trainera y Casa Rafa eran las referencias principales del marisco, como ahora, y el mismo día que apareció la Guía del Ocio en los kioskos, abrió sus puertas El Pescador en la calle Lista, como praxis del sabor de Pescaderías Coruñesas, donde ya se había acuñado la evidencia y la perplejidad de ‘Madrid, el mejor puerto de mar de España’.
También se inauguró ese año la Taberna del Alabardero, bendecida por el cura Lezama, quien luego ha desplegado un emporio hostelero en la plaza de Oriente con una proyección turística certera. Mientras, al otro lado de la capital y con un sermón más profano, Abraham García perfilaba su primer Viridiana de la calle Fundadores. Como precursor del mestizaje culinario y la fusión cósmica, invitaba al paladar madrileño a comprender al mundo entero, que buena falta nos hacía entonces.
Especialidades destacadas
Las mejores carnes rojas estaban ya en Las Reses de la calle Orfila o en Casa Paco de Puerta Cerrada. La mejor merluza rebozada en Salvador, de la calle Barbieri y el mejor besugo en Alkalde, pionero del creciente itinerario gourmet de la calle Jorge Juan. Los callos supremos te los ponían seguramente en Casa Maxi de la Cava Alta y para arroces, los de La Barraca, de calle Reina.
Puestos a disfrutar del pulpo, Casa de la Troya y gallina en pepitoria, con tertulia y sabor castizo, en Casa Ciriaco. Comer angulas y codillo, fue la manera de comer distinto en Edelweiss, aunque solo lo segundo sigue ocurriendo y para casas de comidas con lustre y género, De la Riva, que aunque creada en 1932, acababa de mudarse a la calle Cochabamba. Como tabernas taurinas, Casa Ricardo en Chamberí o la de Antonio Pérez en Lavapiés, con sus fogones de carbón aún. En cuanto a tapas y ágapes informales, la excelencia, quiérase o no, estaba en José Luis y sus cervecerías, cuyo mensaje confiable y cordial trascendió y pervive desde los años cincuenta, sobreviviendo a su memorable fundador.
No se trata tan solo de referencias con significado comercial. Son también indicadores de las apetencias más duraderas y seguras de los madrileños, cuyos moderados retoques, dietéticos y estéticos, han prolongado durante 40 años el paladar de muchos. Enseñan que la moda es efímera en gastronomía, mientras los sabores con tradición, inmediatos y propios, son los que persisten en el gusto de todos, aventajando a novedades y gestos de vanguardia que caducan al atardecer y fuerzan al artificio creativo constante, sorprendente, quizás, pero olvidadizo.
Fogones apagados
Por lo que tampoco sobra, para parar las aguas del olvido, honrar la memoria de alguno de los grandes desaparecidos que vivificaron la gastronomía de entonces, aunque no haya sitio para subrayar causas de su ausencia actual, que suele ser debida a la cancelación generacional del oficio, más que al fracaso. Caducó recientemente el esplendor de Jockey, que en 1945 puso a Madrid en el mapa de la competitividad internacional y también el de Currito de la Casa de Campo, institución con sabor rural y marinero que se había inaugurado el mismo año que nuestra Guía. Años antes, cerró el doméstico y prodigioso Aroca de Doña María, en la plaza de los Carros o el Príncipe de Viana, donde Jesús Oyarbide nos anticipó y prolongó Zalacaín.
El Schotis -cuyo tono matritense definió Lucio Blázquez en sus comienzos-, es la más reciente amputación de la Cava Baja. Antes se habia quedado sin sucesor el célebre Valentín de la plaza del Carmen, incuestionable y oficioso signo de la gastronomía social del Madrid de entonces. También claudicaron lugares como el espectacular Ruperto de Nola, del piso 22 de Torres Blancas, que ostentó una estrella Michelin, y los vasco-navarros Señorío de Bértiz, Guría o Zaráuz, casas de producto seguro y oficio certero.
Las primeras propuestas foráneas
Y es que, para ponernos en situación, habrá que recordar que Casa Lucio no había cumplido todavía un año cuando apareció Guía de Ocio y faltaba otro para que existiera De Funy, el primer árabe que hubo; tres años más para que se abriera El Amparo, que trajo a Madrid la cocina de autor, la escenificación posmoderna o el glamour creativo, y otros cinco años más para que llegara aquí la revelación culinaria cántabra del añorado Cabo Mayor, con el joven Pedro Larumbe en los fogones.
En 1975 sólo había en Madrid tres restaurantes chinos (el mejor, House of Ming, en Castellana; donde el actual Punk Bach) y un solo japonés (Mikado), que no se atrevía a prepararnos sushi, sino sukiyakis, noodles o ramen, pues los boquerones en vinagre era lo más crudo que nos atrevíamos a comer. O sea, que nadie hablaba de algas, makis, sashimi, tempura o soja y mucho menos de kimchi, salsa Xo, masalas o rollitos vietnamitas. Pocos sabían lo que era un carpaccio, aunque los spaghettis a la carbonara y las pizzas -aterrizadas a petición de los americanos de las bases de Torrejón-, se prodigaban en Rugantino y unos cuantos trasalpinos más.
Había un peruano (El Inca), abierto el año anterior y un par de modestos y poco fidedignos mexicanos, en la calle San Leonardo y al final de Serrano. También había un argentino, el Rancho Tranquilino, en la calle Jardines. Por lo demás, costó que arrancara aquí el fast-food y las cadenas de burger, equipados como estábamos para la comer rápido con tapas y tentempiés, bocatas de calamares, casas de comida entrañables y los platos combinados que habían aparecido antes en cafeterías americanas como California o Nebraska, a las que, en cuestión de calidad y atención, superaba la todavía efectiva Galatea, de Príncipe de Vergara por sus hamburguesas y hot dog nada vulgares.
Guías y prescriptores
De un modo u otro, la expansión gastronómica de Madrid, que es desmedida, mundana y varia, cual corresponde a una capital europea con mucha vitalidad y curiosidades pendientes, ha coincidido con esa trayectoria ininterrumpida de la Guía del Ocio, tengamos o no la culpa de ello. Durante algún tiempo se ocuparon de la crónica gastronómica los propios promotores de la Guía. No dejaría de ser curioso leerse alguna reseña culinaria inicial escrita por Florentino Pérez, presidente del Real Madrid ahora, o del productor cinematográfico José Miguel Juárez, su propietario actual. Hasta 1991 se ocupó de la gastronomía en la Guía, la redactora Ana Lorente, acreditada periodista gourmand y fundadora del espacio de cultura culinaria A Punto. Desde entonces y hasta 1999, fue Jaime Borrell, otro de los fundadores de la Guía (con el seudónimo de Paco Catalá), el encargado de la sección. A partir de entonces la ejerzo y hace tres años la comparto con Pedro Espinosa, tras un intervalo de seis años a cargo de Ignacio Medina.
Tendencias actuales
Diecinueve años después de que Michelin retirara la tercera estrella a Zalacaín, donde cocinaba el maestro vasco-navarro Benjamín Urdain un lugar completamente distinto, el DiverXo de David Muñoz reflejo de tendencias veloces y heterogéneas, fue reconocido con ellas, mientras otros cinco aguardan agregarse a la distinción gourmet con mayor arraigo y trascendencia del planeta: Club Allard, único del grupo con los fogones a cargo de una mujer, María Marte; Ramón Freixa Madrid, la más selecta de las diversas propuestas del cocinero catalán; Santceloni, el más veterano de los aspirantes, fundado por Santi Santamaría y con Oscar Velasco al frente desde su apertura; Sergi Arola Gastro, la expresión más elevada del también pródigo chef barcelonés, y La Terraza del Casino, de Paco Roncero, el único madrileño de los candidatos a la distinción suprema de la guía roja.
En estos cuarenta años los restaurantes han quedado libres de humo, perdiendo las terrazas su estacionalidad. Las cocinas acumulan más herramientas que algunos laboratorios y la tecnología del ronner y el vacío ha trasformado la función de guisar por la de ensamblar, mientras modalidades y efímeros eventos brotan por doquier: pop up’s, food trucks, street food, show cooking…, habitualmente impregnados de imposturas foráneas. El sushi o el ceviche son tan comunes o más que los callos a la madrileña o que un sofrito. Y a nadie le extrañan ya las cocinas étnicas, cuyo estímulo por probarlas es oportuno y aleccionador.
Pero también asoman el producto, las tradiciones actualizadas y la sensatez culinaria. “El mundo de la cocina no tiene fronteras -ha dicho el gran Martin Berasategui, el chef español con mayor reconocimiento por la Michelin-, pero detrás de cada plato se debe reconocer el origen del cocinero”. El mensaje cala entre los chefs más operativos, 40 años después de que naciera esta Guía para contemplar y contar las vicisitudes de una actividad viva e imprescindible.
Ningún tiempo pasado fue mejor. Y vienen buenos tiempos.