La duda metafísica y gastronómica más remota de la historia nos llegó de Oriente. Contenía un compromiso duplicado con la cocina, el huevo y la gallina, principio y fin del sustento y dilema eterno del nómada y del sedentario: si te comes la gallina, se acaban los huevos, suculento y espontáneo don de la naturaleza.
Filósofos y teólogos de la antigüedad discutieron durante generaciones tratando de aclarar qué fue lo primero, la gallina o el huevo, sin llegar nunca a un acuerdo. Las investigaciones sobre la eclosión biológica dejan claro hoy que los huevos fueron antes que la gallina, aunque apenas se consumieran huevos en el albor de los tiempos. Los huevos de las aves no fueron alimento humano hasta el encuentro de la gallina con la civilización y, más concretamente, desde la generalización de la avicultura. Anteriormente, el destino de los huevos de las ocas, patas o pintadas, que precedieron a la gallina en los corrales de Grecia y la península itálica unos cinco siglos antes de la era cristiana, fue exclusivamente el ser incubados para procrear otro ser comestible. Un huevo del que no nacía una cría, interrumpía un ciclo biológico, alteraba el ecosistema. El huevo alimenticio por antonomasia tuvo que ser el de la gallina debido a su impresionante capacidad reproductora.
No me resisto a contar –tal cómo lo cuenta Eduardo Galeano, historiador de prodigios–, la ‘fundación de la gallina’:
El Faraón Tutmosis regresó de Siria tras culminar una de las fulminantes campañas que le dieron gloria y poder del Nilo al Éufrates. Su flota venía repleta de tributos y ofrendas. Entre los regalos, había una pájara jamás vista, gorda y fea.
El presentador había presentado a la impresentable:
– Sí, sí –admitió mirando al piso- Esta pájara no es bella. No sabe cantar. Tiene pico corto, cresta boba y ojos estúpidos. Y sus alas, de plumas tristes, se han olvidado de volar.
Entonces, tragó saliva y agregó:
– Pero tiene un hijo cada día.
Y abrió una caja, donde había siete huevos:
– He aquí los hijos que ha parido en la última semana.
Aquello ocurrió en el oriente inmediato, 1.500 años antes de Cristo, pero las gallinas procedían de China, donde ya se había descubierto la virtualidad de conservar los huevos en cal y salitre para fundar el hechizo nácar y acre de ‘los huevos de mil años’, que nunca se corrompen. Los egipcios hicieron gregarias a las gallinas y desde entonces se pobló de gallineros el mundo conocido y civilizado; es decir, toda la Europa nuestra, generando importantes asentamientos de suculencias avícolas y viscosas, mientras íbamos descubriendo la proteína plena de la clara, el colesterol del núcleo y la bondad de la dieta volátil.
Pasados tres mil años más, la gallina viajó con Colón como despensa ambulante, hasta la ignota América, de donde a su vez nos trajimos la pava, otra pájara triste y torpe para el vuelo, pero potente en carnes, aunque muchísimo menos prolífica. Lo que está claro es que la cría y la fertilidad de la gallina nos trajeron la gastronomía del huevo, sin perturbar demasiado el ciclo reproductivo de la más generosa de las aves.
Quiere decir esto que la historia del comer, que es la historia misma del vivir, está poblada de trajines, sorpresas e iniciativas, de encuentros fortuitos con dones de la naturaleza, sobrentendidos en origen y revalorizados en destino, que contienen la expectativa constante del paladar aventurero.
Ahora el huevo nos pertenece. Es una obviedad y una costumbre alimenticia. Resulta tan habitual que no nos impresiona como otros manjares infrecuentes o remotos, por lo que no está de más apreciarlo y renovar su esencia legendaria e imprescindible con ocasiones con el Día Internacional del Huevo y sus pretextos para llevarlos al plato. También para afirmar la naturaleza mágica de su incansable y humilde productora, la gallina, evocando la emotividad de la recolección rural, cada vez más remota, limitada a caseríos, cortijos y granjas rurales; señalando ejemplos de la suculencia hogareña y hostelera que nos otorga, de su potencial alimenticio y la dimensión de su historia desde que el mundo es mundo.
Es decir, que la gallina también merece su día, aunque para no agigantar la tendencia imparable de añadir otro día a cada cosa cotidiana, dejémoslo en éste, ya dedicado al huevo.
La imaginación y el tiempo han proporcionado al huevo un alcance gastronómico inmenso, convirtiéndolo en tortilla y salsa, rebozo o postre y prodigio de texturas al tolerar todo procedimiento modificador. Pero, además, es protagonista o gregario, según convenga, ante cualquier producto. De la patata al foie y de la carne al caldo, pues su compenetración con todo no puede ser más versátil y oportuna. El huevo es poco menos que infinito y se aviene a cualquier ocasión. No es maniático ni clasista. Es desayuno, tapa y tentempié. Se anticipa al ágape o lo fundamenta plenamente. Viaja con seguridad hervido en su propio embalaje y durante el picnic campestre envuelve entrañablemente el filete y la merluza rebozada, apaña la ensalada, lustra la empanadilla, robustece el flan. Y no declina su presencia, aunque la moda, la hiliofilación o las obsesiones dietéticas enreden en su legitimidad. El huevo participa de tradiciones, mestizajes y vanguardias culinarias, con las que evoluciona, y en la dinámica o la exploración del oficio gastronómico en nuestra España, prolongando su excelencia gastronómica.