Sabemos que el filósofo y literato de la generación del 98, Miguel de Unamuno fue radical en sus opiniones, apasionado en sus gestos y a menudo, contradictorio. Escribió sobre todo asunto y fue una eminencia. Quizás se sabe menos que fue un gran viajero y más allá de sus renombrados destierros canarios y exilios franceses, curioseó con ganas sitios y gentes.
Hace poco se han recuperado los cuadernos de viaje del recorrido que hizo por Europa durante 49 días, a los 25 años, mientras que abundantes testimonios de sus viajes por España revelan, con acento periodístico, la situación social del país en el primer tercio del siglo XX. Unamuno elogió las enseñanzas que proporcionan los viajes con una frase rotunda y oportuna: “el nacionalismo se cura viajando”. Pero también escribió otra algo más cáustica y en tono de lamento: “…y pensar que hay gente que viaja para comer cosas distintas en otros lugares”.
Como fue sobrio en sus costumbres alimenticias (aunque alguna vez relató lo ricos que estaban los txinbos o pajaritos fritos en Bilbao), está claro que no era partidario de las experiencias gastronómicas viajeras, que el fenómeno del automovilismo emprendía por entonces, y en eso es evidente que se ha quedado extemporáneo, pues los códigos de nuestro tiempo animan cada vez más a viajar para comer bien y distinto en países y lugares favorecidos por su oferta gourmet.
Personalmente, tuve conciencia –más por pasiva que por activa– de la importancia del turismo gastronómico en 1993, visitando el Instituto Culinario de América del estado de Nueva York. Ocupado en la gestión de un Fondo social europeo para la renovación formativa de nuestra hostelería, examinaba métodos pedagógicos en escuelas del mundo. En la inmensidad de aquella, situada a orillas del caudaloso Hudson y ocupada por unos 4.000 estudiantes, observé que la enseñanza se limitaba a métodos y productos habituales en la cocina francesa, italiana, china o mexicana, así que quise saber si la cocina española tenía algún sitio allí. Y sí, lo tenía. Compartía un discreto lugar entre diversas cocinas étnicas, como la malgache o la peruana, que todavía estaba lejos de instalarse en las vanguardias.
Joseba Encabo, cocinero vasco llegado a Estados Unidos junto a José Andrés, era el director del área de cocina española de tan exigua consideración. La cocina española anterior a la explosión mediática del “How Spain Became the New France”, en el New York Times Magazine del 10 de agosto de 2003 –con Ferrán Adrià en portada– era una cocina feroz, repulsiva e inapetente, para el director de estudios del Culinary Institute: “Un norteamericano de más de 40 años jamás escogería España como destino turístico espantado por la dietética y la estética de lo que ustedes comen”; y se quedó tan ancho.
Como Unamuno, el visionario interlocutor de la célebre institución culinaria, también fue intempestivo. Se ve que ningún vaticinio es para siempre. Hoy la cocina española es un objetivo turístico de primera magnitud, en el que conviene abundar, no solo por la resonancia que generan los grandes chef –cuya exclusividad puede ser aspiracional, que tampoco viene mal, más que corriente de consumo–, sino ensanchando la responsabilidad social de dar de comer bien al forastero en cualquier ámbito.
No son pocos los gestos que dan significado puntual al turismo gastronómico. El madrileño Mercado de San Miguel es una fastuosa cita con el sabor, asociada a la curiosidad turística.
El mes pasado hemos vivido un acontecimiento que fortalece el entusiasmo cultural del viaje y su componente gastronómico. “Alcudia, Viaje gourmet” ha reunido cocineros, periodistas gastronómicos, escritores de literatura viajera y otros profesionales de la cultura y el ocio para demostrar que aproximarse a sabores como los de la ensenada mayor de Mallorca, activa la dimensión turística de la gastronomía.
La segunda semana de este mes, Valladolid organiza el Concurso Nacional de Tapas. La ciudad ha instalado el formato culinario más español como estímulo turístico. Los 700 finalistas especializados en tapas de toda la geografía española, que han competido allí durante los 14 años del certamen, han dejado huella en los bares de Valladolid y la tapa es, durante todo el año, un reclamo turístico. Favorecida por su rauda comunicación con otras poblaciones –que todo suma–, ha señalado a la capital de Castilla y León como destino turístico apetitoso y constante.