El 13 de mayo de 2023 se cumplen 75 años del estrenó en la cadena SER del chotis Madrid, Madrid, Madrid…
El actor mexicano Mario Moreno Cantinflas estuvo en Madrid por primera vez a comienzos de los años cincuenta del siglo pasado. Durante sus apariciones públicas exhibió su destreza en el toreo bufo y se expresó con la desconcertante locuacidad que llevó el verbo “cantinflear” hasta la mismísima Academia de la Lengua. A su regreso a México, cuando los periodistas le pidieron su impresión de España fue, sin embargo, mucho más escueto y cáustico:
– En España hay casi tantos gachupines como aquí.
Gachupín, ya se sabe, es el término trivial, aunque bastante zahiriente con que se nombra en México al invasor español; al español altanero y chulesco. La nutrida colonia de viejos residentes, vista siempre con suspicacia, acababa de incrementarse durante la posguerra española con más de cuarenta mil refugiados políticos, a los que el presidente Lázaro Cárdenas facilitó salvoconducto y patria nueva. Cantinflas, entrañable charlot latino, fue un recolector de emociones perdularias muy festejadas allí y aquí. Pero en lo particular, su creador Mario Moreno solía ser, además, bastante corrosivo.
Por aquellos años se activó entre los mexicanos un intenso reflejo de su contradicción afectiva hacia los españoles, el singular recelo de amor/odio que los estudiosos del ánimo fundamentan en la relación deshonrosa que tuvieron el invasor Hernán Cortés y su providencial valedora indígena, la princesa Malinche. Reciente todavía el desenlace de la guerra civil española, con el gobierno exilado en México y distinguido con la bandera republicana ondeando en todo acto oficial –menos la tarde del 5 de febrero de 1946 en que inauguraba la plaza de toros Monumental con 50 mil espectadores y Manolete se negó a torear si no la arriaban–, las relaciones bilaterales estaban formalmente canceladas, situación que se prolongó hasta la muerte de Franco.
Sin embargo, nunca como en aquellos años la fascinación por el pueblo mexicano fue tan intensa en España, ni sus protagonistas camparon por el escenario español con tanta frecuencia y popularidad. Se diría que la sociedad civil se desentendía del conflicto oficial y la hermandad de lengua, casta y afecto prevalecía sobre la desconexión política que, dicho sea de paso, también disimulaba lo suyo.

Del final de la guerra civil a los años 50 del pasado siglo se estrenaron en España más de 150 películas mexicanas. Las imágenes de No-Do (el noticiero-documental del régimen franquista de obligado preámbulo en los cines) testimonian la acogida multitudinaria que se tributó a Jorge Negrete, el charro que puso de moda el bigote recortado entre los españoles y sacó de sus casillas a las españolas que casi le despojan de la indumentaria que portaba al llegar a la Estación del Norte en julio de 1948. Negrete, líder sindicalista de los músicos mexicanos había prometido no venir a España mientras Franco gobernara el país, pero cedió ante la insistencia comercial de filmar dos películas con Carmen Sevilla. La leyenda dice que cuando Negrete, auténtico mito del cine y la canción, descendió del tren procedente de Francia (había llegado en avión de México a Paris) originó un conflicto con los miembros de la comisión de acogida, cuando al mexicano se le vino encima tanta admiradora y dijo aquello de:
– Pero, bueno, ¿es que aquí no hay hombres?, –marcando un desgarro verbal al estilo de Jalisco.
Otro divo de la canción mexicana, Pedro Vargas –conocido como el tenor de América–, batió un record de interpretaciones sucesivas cantando cincuenta canciones cuando debutó en el Florida Park del Retiro (ante cuya puerta pervive un busto a su memoria), juntando las sesiones de tarde y noche, mientras replicaba a cada salva de aplausos:
–¡Se van a cansar ustedes antes que yo!
A mediados de la década de los cincuenta, vino a Madrid la actriz Dolores del Río para rodar “Señora Ama”, el drama del premio Nobel Jacinto Benavente, y declaró desde su mirada devoradora aquello de que “los hombres empiezan a ser interesantes a partir de los cuarenta años”, cosa que animó mucho a los descarnados carrozas de la postguerra. Entre 1949 y 1953 vivió en España el arte ser mujer, María Félix, María bonita de Acapulco, la doña de México.

Pero quién protagonizó la más efusiva de todas las acogidas fue el compositor Agustín Lara, que llegó en julio de 1954 y se quedó en Madrid durante dos meses de desbordante fervor popular. Lo precedió su fama: cuatro años antes, el día 13 de mayo de 1948, una chaparrita de rostro lunar y voz de plata, llamada Ana María González, había estrenado en la cadena SER con una orquesta de 40 músicos, dirigidos por el maestro Tejada, el chotis Madrid, Madrid, Madrid…, nunca mejor cantando y desde entonces emblema musical de la capital de España. Se supo entonces que lo había compuesto, cual revelación insólita, el veracruzano Agustín Lara, que jamás había visto Madrid.

–Y me marcharé sin verlo –dijo cuando ya llevaba aquí un par de semanas–, lo entreveo detrás de una empalizada de hombros, –añadió aludiendo al público que a cada paso le expresaba su admiración, estrujándole materialmente.
–A lo mejor, en México, no era usted tan delgado, –bromeó el periodista César González-Ruano cuando fue a verlo.
El césar de la crónica entrevistaba por entonces a personajes puntuales de la vida española, propios o foráneos, constantes o itinerantes y así había trazado retratos impresionistas de Pío Baroja, Lola Flores, Orson Welles, Dalí, Gregory Peck o Di Stefano, sorprendidos en su anécdota y su tiempo.
La conversación con Agustín Lara tuvo lugar en la mejor suite de la rotonda del Hotel Palace, a cuyo salón había hecho llegar el Conde de Mayalde, a la sazón alcalde de Madrid, un piano de cola y una batuta de oro pidiéndole que dirigiera la banda municipal algún día.
–Aunque no he venido a trabajar, seguramente lo haré –dijo a González-Ruano–, siento que debo volver a México con un tributo a la colonia española de mi patria.
–¿Por qué a la colonia española?
–A la generosidad de todos ellos debo este viaje, –respondió.
Las canciones de presentimiento español, compuestas a partir de un libro ilustrado de España que entretuvo una convalecencia de Agustín Lara, fueron un presente de nostalgias para los residentes españoles. La inspiración adivinadora de Lara les trasladó a Granada, Valencia, Sevilla o Madrid y su excelencia musical extendió los sentimientos hispánicos por el universo. En aquella conversación Agustín Lara dijo a González-Ruano que acababa de oír una grabación de Madrid, Madrid, Madrid, cantada en sueco.
–¿Y cómo quedaba, querido Agustín?
–De la chingada, señor; de la chingada.
Hablaron de tabaco y de toros, de poesía, de mujeres y de la canción romántica de México y del mundo.
–Y entre sus seiscientas composiciones, ¿qué canción considera la más popular?
–Solamente una vez. También, Noche de ronda o Piensa en mí… Y, desde luego Granada, que está en el repertorio de los grandes tenores del mundo.
González-Ruano quedó impresionado con la personalidad de Agustín Lara hecha de giros y modos de hidalgo, de elegancia sin prisas, de palabra afectada, afectiva y sin rubor. Lo reflejó el 20 de julio de 1954 en las páginas del diario Arriba, donde aparecían cada domingo sus magistrales “Conversaciones”.
Al día siguiente, durante la tertulia de mediodía del Café Gijón, César recibió la visita de Nati, cancionera fina y en auge, mujer en plenitud. Estaba interesada en saber algo más de Agustín Lara, la impresión personal del periodista.
–Es un tipo formidable, tiene una especie de parsimonia virreinal y habla con mucha calidad, como si te hablara por carta, –dijo el escritor.
–¿Y con las mujeres? ¿Cómo es con las mujeres?
–Tiene por la mujer un verdadero culto, casi un sentimiento obsesionado. Me ha dicho que las mujeres lo son todo para un hombre de verdad. Pero, ¿a qué viene tanto interés por él?
–Le pedí una cita profesional. Lo veré esta tarde en el Palace.
Explicó Nati que pretendía convertirse en su intérprete oficial en España, recrear sus canciones conocidas y estrenar las nuevas; pedirle que pensara en su voz al componer…
–Pues te diré entonces que ocurrirá esta tarde.
César hizo un aparte con la cantante, se atusó el bigote y aventuró:
–Cuando le avises de tu llegada al hotel, pedirá que te acompañen al salón de su suite. Te recibirá trajeado como un pincel o envuelto en una bata de seda y tomará tu mano entre las suyas para besarla ceremonioso. Al mirarte a los ojos sentirás como yergue su extrema delgadez. Te invitará a sentarte en el diván para charlar, mientras prende un cigarrillo y te escuchará muy atento. Le contarás tu anhelo profesional y también alguna confidencia, porque su mirada es franca y notas que lo percibe todo y cómo valora los sentimientos. Repentinamente llevará su mano a la frente, aplastará el cigarrillo y te dirá que acabas de inspirarle una melodía, que te pongas junto al piano para tenerte cerca mientras compone y así vayas entonándola. Dirá, por ejemplo, con un deje de fatalidad: “siempre una mujer y una canción; sois el aliento de mi vida” y estremecerá las teclas con sus dedos fugaces, en cuyas uñas, pulcras como joyas, te fijarás fascinada… En fin, lo que quiero decirte es que una hora después tus zapatos rodarán por la alcoba y tus enaguas colgarán al pie de su cama.
Nati no era precisamente una niña timorata, pero arrugó el ceño contrariada:
–¿Sabes que me estás ofendiendo? –y se incorporó resueltamente para marcharse, sin más despedida.
Pudo detenerla un instante, tomándola por el brazo.
–Escucha: él es un sentimental incorregible. Ha conquistado a algunas de las mujeres más bellas de México, como María Félix; es un brujo de la seducción. Y tú eres bella por dentro y por fuera. No perderá la oportunidad de intentarlo…

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César llegaba temprano cada día a su mesa del Café Gijón, extendía unos folios, tomaba un par de cafés suicidas y trazaba con caligrafía pulida y generosa tres o cuatro crónicas que recogían los mensajeros de los periódicos y la radio antes de la una, cuando se iba formando tertulia a su alrededor.
Aquella mañana tuvo que interrumpir muy pronto su concentración y la del limpiabotas que lustraba sus zapatos.
– ¡Don César, al teléfono!, –voceó un camarero, señalando la cabina.
Del otro lado del hilo escuchó la voz jovial de Nati, desde el hall del Palace:
-Querido César, llamo para decirte que te equivocaste. Agustín es una persona apasionante, pero no es un brujo. El brujo eres tú.
Y colgó risueña.