Martín Berasategui, El más universal y activo de los cocineros españoles cumple las bodas de plata de su buque insignia.
El Restaurante Martín Berasategui de Lasarte, ocasión significativa para repasar un trayecto profesional en imparable progreso.
Martín Berasategui es la intuición al servicio del acierto, algo así como el encuentro entre el talento y la urgencia. O las ganas con la oportunidad. Hace poco que Luismi Garayar, su amigo y célebre carnicero, le habló de una sidrería del barrio de Ibaeta, en San Sebastián, que no prosperaba como restaurante y que traspasaban. Martín le acompañó a ver el sitio, le gustó y anticipó enseguida su mejor futuro: quitar la mitad de las mesas y dejarlas más separadas. Quitar también la mitad de las grandes kupelas de sidra, para dejar sitio a mesas corridas entre una y otra cuba. Lo primero, desahogo. Luego, leños de encina apilados del suelo al techo, que en las paredes planas rebota mucho el ruido y además así coge ambiente baserri. Sidras del año, sidras con crianza, chacolís selectos y vinos modernos. Tortilla de bacalao y chuleta de vaca gallega a la brasa, para compartir; como debe ser en la sidrería. Pero también media docena platos de mercado en la carta, un arroz a la brasa casero y algunos caprichos puntuales en formato de media ración, para abrir boca, además de un mensaje personal encima de la lista de platos: “La naturaleza es sabia; solo hay que saber escucharla. El mercado me dicta la cesta de la compra en la que recrearme. Volvemos a revivir aquí el espíritu de mis orígenes, renovado en ilusión, pero conservando viejas costumbres: cuando la lumbre daba sabor a un plato y el vino presidía la mesa…”
Trato hecho. En media hora, Martín y Luismi se hicieron socios. Acababa de brotar el germen de Eme Be Garrote, una sidrería tradicional y contemporánea, el más reciente de los entusiasmos fundados por Martín Berasategui, el número decimocuarto de su imparable cosecha de iniciativas en activo. Una opción gastronómica, con su sello personal, a solo cinco minutos de su emblema principal de Lasarte, el restaurante Martín Berasategui que este año celebra sus primeros 25 años.
Bodas de plata
Hemos venido a contemplar de cerca la proximidad del acontecimiento que se consuma el primero de mayo. Precisamente ese día de 1993, recién cumplidos 33 años, Martín emprendió junto su mujer, Oneka Arregui, un propósito que ha determinado el despliegue personal más dinámico de la gastronomía española. El tiempo no se detiene, pero caducan las iniciativas y las tendencias que rompieron moldes en cocina durante el último cuarto de siglo. A menudo los cambios generacionales asientan logros, pero también desactivan propósitos. No es el caso de Martín Berasategui. La permanencia y progreso de los sucesivos proyectos, emprendidos en España e Iberoamérica, reflejan criterio vivo y sostenibilidad gastronómica, esa directriz en auge; un pacto con el futuro que nos conviene y que conduce –como pocos y sin tregua– el cocinero más activo y eficaz del país, en evolución constante.
Será debido a que Berasategui acostumbra a vivir continuas vísperas de sucesos, presentaciones y estrenos, por lo que ningún propósito concreto de celebración o festejo conmemorativo, con ocasión de las bodas de plata del lugar, parece alterar su ánimo ni sus planes. El restaurante de Lasarte ha reanudado la actividad a partir de marzo y su operatividad pertenece al ámbito de la rigurosa actualidad diaria, que renueva –como cada víspera de reapertura– la ambientación y la propuesta gastronómica del año 2018.
En todo caso, la actitud de Martín se caracteriza por su entrega al presente. Cuando conversa contigo tienes tu rato sin que nada más le distraiga; incluso deja el teléfono a cargo de alguien para evitar interrupciones. También cuando dicta una receta se concentra en ello y nada se le escapa ni le despista. En el mercado, con los amigos o gestionando algo, está a lo que está. En Martín percibes auténtica empatía. Se pone en tu lugar y sabe lo que quieres saber. Y en el lugar del fotógrafo que le retrata, en el sitio del discípulo que aprende, en el del proveedor que le trae primicias y, sobre todo, en el del comensal que se sienta a su mesa: “El cliente es nuestro jefe, trabajamos para él y tenemos que acertar con lo que quiere. No comprendo a los cocineros que se consideran por encima del cliente o conciben platos sin tenerle en cuenta. Hay colegas que piensan que el cliente debe entendernos, en lugar de ser nosotros quienes le entendamos…”.
Ese culto al momento y su circunstancia, a la actualidad pura de lo que se vive, le impide por lo visto complacerse en la trayectoria del restaurante de Lasarte y su evolución. Se resiste a contemplarlo como un recorrido que evaluar. Para él y los suyos es algo presente que sigue en marcha. Prefiere, antes de todo, contemplar y mostrar cómo se originó lo que hasta aquí le trajo. A quienes expresar su gratitud y sentir los estímulos familiares que le hicieron cocinero; verificar como se engendraron esos últimos 25 años de actividad creciente.
La cátedra del Bodegón
La modestia de sus inicios es un motivo de orgullo esencial para Martín. El decoro del ámbito familiar fue el banco de pruebas donde se forjó su actitud profesional, que es lo más innegociable de su discurso culinario: producto y honestidad; familia y gratitud. Querer ser el mejor en todo lo que se hace. Y no cambiar como persona, aunque las circunstancias cambien.
El viejo mercado de La Brecha, tan cercano al Bodegón Alejandro –una casa de comidas popular de la Parte Vieja donostiarra– le prestó proximidad desde niño al esplendor de los alimentos que se renovaban a diario en los puestos. Luego, a la emoción de no perder de vista su elaboración más exacta y diligente y después al premio de saborearlos o de percibir la satisfacción de los parroquianos. El bodegón era como un txoko de sótano muy concurrido, una especie de congregación gremial, que recuerda Martín con lucidez infantil: “En una mesa se sentaban los taxistas; en otra los carniceros o los pescaderos de La Brecha. A la derecha remeros y aizkolaris, gente del deporte rural y también de la cultura vasca, poetas, como Celaya o escultores y boxeadores, como el famoso Urtain, buen amigo de mi padre, que estaba siempre al fondo, pendiente de las brasas. Detrás de una puerta, la cocina de carbón, que se ponía a más de 300 grados, dependiendo del carbón que le echaras, con Gabriela, mi madre y mi tía María, guisando sin parar. Y yo echando una mano espontáneamente, porque me parecía que la cocina era mi sitio; en ningún otro disfrutaba más porque lo que me gustaba, desde niño, era ser cocinero como ellas”.
Sin embargo, la inclemencia de la cocina y la dispersión escolar que aquello significaba llegó a preocupar a la familia, que lo aparta del fogón internándolo en los Capuchinos de Lecároz, en Navarra, para que adquiriera una formación más convencional; lo que resultó inútil. Martín decide suspender sistemáticamente todas las asignaturas hasta lograr que lo expulsen y devuelvan a su amado recinto de la cocina: “¡Bueno soy yo cuando me propongo algo!”, aclara.
En septiembre de 1975, cumplidos los 15 años, su madre y su tía lo sientan a la mesa de madera de trabajo –un mueble por el que profesa auténtica devoción y conserva en su estudio, cual símbolo de su oficio y precocidad– para asumir del todo que Martín, lo que quiere, es ser cocinero: “desde mañana, a las ocho vienes aquí, nos ayudas y hasta la madrugada, como nosotras, aprendiendo a cocinar. Y así todos los días”.
Al día siguiente, su madre le dictó el primer plato que hizo solo: una sopa de ajo con la que comienza a trazar los platos habituales del bodegón, añadiéndoles tono propio. Y en vista de que solo acude a casa para dormir, se construye una habitación bajo la escalera y decide instalarse en el propio restaurante, al igual que el personal de servicio, para no perderse un instante de la tarea. Desde entonces, se siente feliz con la que hace: “Feliz incluso de no poder hacer otras cosas, porque entregarse a algo es también renunciar a algo, a veces a mucho, y hay que aprender a prescindir de las cosas sin que te causen un disgusto”, razona.
Seis años después, Martín es quien sienta a su madre y a su tía a la célebre mesa y les dice que han trabajado como leonas y que ya pueden retirarse; que se hace cargo de todo a partir de entonces. Y pronuncia un término, entre rural y cariñoso, que se convierte en coloquial insignia de todo lo que se propone y activa desde entonces: “No preocuparos. Tengo garrote para llevar esto”.
Huellas de gratitud
De la relación constante con los parroquianos guarda Martín particular recuerdo y gratitud por Irazusta, un remero de la selección francesa que fue decisivo en su formación. Se dedicaba a instalar pastelerías y estaba montando una junto a la catedral de Bayona. A los 17 años, Martín le pide que intervenga para que le dejen acudir al obrador, como aprendiz, el día de descanso del restaurante y también durante el mes de vacaciones; pagando si era preciso. A partir de entonces, los días de cierre se levantaba a las cuatro y media de la madrugada y se desplazaba a Francia con un amigo de su padre, que lo llevaba en moto.
Así comenzó su acreditada formación como panadero y repostero, en la que recibió clases de afamados pasteleros como André Mardion –ganador de la copa mundial de pastelería– o Jean Paul Heinartd, lo que después completó aprendiendo también charcutería junto a François Brouchican y cocina con Didier Oudil –jefe de cocina en el restaurante de Michel Guérard durante 10 años– o en la célebre Escuela de Artes culinarias y pastelería moderna de Yssingeaux, en el Alto Loira, donde le condujo el aprecio por su cocina de Alain Ducasse, quien había comido de incógnito por el Bodegón Alejandro un rodaballo que sigue recordando cuando se ven. Precisamente, en 1986, también efectuó a las órdenes del célebre chef francés, una estancia profesional en el restaurante Louis XV de Mónaco.
Martín siente una deuda de gratitud por todos ellos, un estremecimiento que exterioriza, de hecho, ante toda persona que ha sido partícipe efectivo de su vida, en alguna medida: “Me rebelo contra quienes dicen que nadie te ayuda, que nadie te da nada; no comprendo a las personas que piensan y repiten que se hacen a sí mismos. Es mentira y es absurdo, sobre todo en esta profesión. Te curtes y te formas favorecido por los demás, con su ayuda, con sus enseñanzas y con sus mensajes”.
Pone el ejemplo inmediato de su propia tía, que enviudó y pudo quedarse tranquilamente en su pueblo, pero se vino a ayudar a su hermana, la madre de Martín, al bodegón, porque “sabía que su marido, mi padre, estaba delicado de salud, que por eso murió tan pronto, y necesitábamos su colaboración”. También guarda respeto y gratitud a los clientes del Bodegón, con quienes compartía ratos “a falta de ordenador o televisor”, escuchando vivencias, atendiendo consejos y aprendiendo vida. Y a familias amigas, como la de los carniceros José Ignacio y María Luisa Gabilondo, que acogieron a su padre en casa cuando llegó del pueblo y le enseñaron el oficio que le facilitó hacerse luego parrillero. “Los Gabilondo nos trasmitían ejemplo y afecto. Sus hijos Iñaki y Ángel dicen que mi padre era para ellos como un hermano mayor”. Del mismo modo que expresa su gratitud a los pioneros de la nueva cocina vasca en la época de sus comienzos: “Nos enseñaron a trabajar en equipo y colaborar profesionalmente, lo que no era normal hasta entonces”.
El pastor de Igueldo
Bodegón Alejandro fue el primer restaurante, situado en un sótano, galardonado con una estrella Michelin. Ocurrió en 1986. Muchos años antes de que lo lograra el Jiro Honten, en el subsuelo del metro de Ginza, en Tokio. Había que descender 20 escalones desde la calle para instalarse en el comedor del Bodegón y los inspectores de la Guía Roja lo vigilaban desde hacía cuatro años, cuando Martín efectuó una reforma cuya naturaleza y trama no puede soslayarse.
Asumida la responsabilidad del Bodegón Alejandro, fallecido su padre y retiradas de la actividad su madre y su tía, Martín se dispuso a renovar la difícil configuración del restaurante, acudiendo, con poco más de 20 años, a la Caja de Ahorros de Guipúzcoa para solicitar que le financiaran las obras. “Yo solo me había dedicado a trabajar y aprender; no había hecho dinero y el director se negó a ayudarme si no tenía fiador”. Cuando, frustrado, regresa al restaurante se cruza en las escaleras con Eusebio, conocido como el pastor de Igueldo, un proveedor habitual de quesos y lácteos “que tenía garrote y posibles” y se interesa en el contratiempo del banco, al que regresa con Martín, “pone firme al director por no ayudarme y me avala el crédito para la obra que me permitió despegar profesionalmente”. El día en que se inaugura el restaurante de Lasarte, doce años después, el pastor de Igueldo es el invitado principal. Eusebio y Martín se abrazan emocionados en la puerta, incluso –se recuerda–, uno frente al otro, ponen su rodilla en tierra en señal de mutua e perpetua adoración.
Cosecha de aptitudes
Martín Berasategui dimana una sensación de personaje interminable que se multiplica en perspectivas profesionales y humanas. En las paradojas, de su carácter cabe hallar causas inmediatas de esa complejidad ilimitada. Es un corredor de fondo con celeridad de esprínter; es un genio sereno y cabal, sin los aspavientos ni el exhibicionismo típicos de genio; es artista y artesano al tiempo; cerebral y diestro; ponderado y desmesurado; competitivo y colega; simple y plural; familiar y mundano; casero y universal; infatigable, en todo caso, con lo que ello supone en cuanto a concreción y a dispersión.
Además, es profesionalmente repostero y cocinero, es decir, competente en dos funciones cuyos principios contrastan. Lo uno es oficio de precisión científica casi y lo otro de gusto personal y empírico. Pero, precisamente a la sinergia entre ambas tareas, adjudica el propio Martín su eficacia docente, donde las dosis, pesos, medidas y tiempos concretos, aplicados a recetas de cocina, garantizan su reproducción invariable por parte de sus equipos.
Respecto a ello cabe calibrar, al concluir esta semblanza del personaje, el alcance de la función formativa que ha desarrollado precisamente desde el restaurante de Lasarte que ahora cumple 25 años. Los discípulos de Martín Berasategui pueblan el mundo de la cocina y no solo en España, donde casos como Pepe Rey, Adúriz, Atxa, Urrechu, Alija, etc., protagonizan la actividad culinaria del país, sino en todo el mundo, donde centenares de cocineros, con el cuño de Berasategui, ejercen cargos de responsabilidad.
Tambor de Oro
Es Doctor Honoris Causa por la Universidad François-Rabelais de Tours (Francia) o Gran Prix de l’Art de la Cuisine 1997 por la International Academy of Gastronomy, pero no hay distinción que atesore tanto como el Tambor de Oro del Ayuntamiento de San Sebastián que le concedieron en la Tamborrada del año 2005. La primera ofrenda de aquel privilegio se la dedicó a Juan María Arzak, como indiscutible pionero de la renovación culinaria vasca, desplazándose a la puerta de su restaurante, donde efectuó la ceremonia de rigor. Para quienes dudan de la afinidad y respeto que se tienen. En la foto acompañado por su amigo y colaborador David de Jorge.
Hilario Arbelaitz
A Martín no le falta a quien admirar. Disfruta apreciando de veras lo individual y lo colectivo que vale la pena de los demás. Pero si le preguntas por un cocinero ejemplar señala sin dudar al dueño de Zuberoa, el chef con vocación de bertsolari, apegado al territorio, amante de lo auténtico y de lo cercano; modesto y trascendente en sus iniciativas, creativo, equilibrado, vanguardista, maestro de la caza, salsero sin trampa, pero, ante todo, un amigo trasparente, con quien se compenetra más que con nadie. Como cocinero y como persona.
Amada saga
A veces suele decir Martín que en su vida ha tenido la suerte de contar en su familia con la proximidad de cinco mujeres maravillosas: su madre y su tía, su suegra, su mujer y su hija que son memoria y actualidad imprescindible. Y sus recuerdos de infancia se concentran en esta instantánea familiar donde están también su prima y su hermana, su padre sus otros dos hermanos y él mismo: cuarto por la izquierda.