COMER DE OFICIO |
Hace poco, la Organización Mundial de la Salud desencadenó una potente alarma alimenticia al vincular cáncer y consumo de carnes procesadas, cuya cuota de mercado descendió en España por encima del 20%, nada más salir la notica.
Lo curioso es que la incidencia, detectada en consumidores de fiambres, hamburguesas, salchichas o charcutería no alcanza siquiera la peligrosidad de tomar el sol en la playa. Pero somos muy sensibles a las referencias alimentarias, para bien y para mal. Si mañana sale un titular diciendo que en las nueces hay más antioxidantes que ninguna parte y además mucho omega, se acaban las pinzas de cascarlas en las ferreterías. Lo vida mata y revive. Son infinitas las causas, previsibles, genéticas o fortuitas, que influyen en la salud.
La cuestión es que, como leemos o escuchamos superficialmente y generalizamos mucho, el asunto no quedó en las carnes procesadas, que eran el objeto de investigación y alarma: asustó también a los consumidores de carnes rojas de vacuno, que nada tienen de malo, mermando en más de un 10% sus ventas y ejerciendo un efecto sobre todos los productos cárnicos -excepto el pavo-, perjudicial en un sector que supone un 2% del producto interno bruto.
Es bueno investigar y siempre es mejor saber, sobre todo en cuestión de salud, pero debe servirse la información con claridad y cautela. Los titulares de la televisión y de los diarios gritan mucho. Su impacto puede ser desmesurado y colateral. Propicia lo incierto y lo falso a veces; sirve, además, de arma arrojadiza a dietistas implacables, detractores de lo que sea o competidores comerciales.
Precisamente ahora, ganaderos y carniceros efectúan un ejercicio de trazabilidad con el ganado más impecable que nunca. Seleccionan y mejoran razas o variedades, sacrifican sin trauma y verifican maceraciones óptimas destinadas a proveer la excelencia de los asadores artesanales de España, que son, muy probablemente, los mejores Europa.
Debemos desagraviar a la carne roja de la puñalada involuntaria de la OMS, y personalmente se me ocurre, en el sentido más romántico del tema, rememorar un acontecimiento sustancial y poco divulgado que, muy probablemente, extendió entre nosotros el entusiasmo por la carne del vacuno mayor a las brasas.
El fenómeno gastronómico del asador y su primera revolución se remonta a los años sesenta del pasado siglo y su crédito debe otorgarse a Tolosa, la villa del País Vasco que fue capital de Guipúzcoa hasta mediados del XIX.
Es legendaria la figura de Julián Rivas, fundador de Casa Julián, quien inauguró en 1961, en un garaje tolosano de la calle de Santa Clara, el primer asador de carne de buey, el animal totémico del País Vasco. Vencido por la mecanización agrícola, el buey se convertía en carne de matadero con mucho recelo popular. Normalmente, morían de viejos y se enterraban.
Sin embargo, la infiltración grasa en el músculo añejo de sus lomos, la maduración morosa en la cámara y el efecto de una parrilla artesanal de carbón de encina, encajada en paramentos verticales de ladrillo refractario para templar el interior de las macizas piezas, obraron el milagro. Nadie había disfrutado hasta entonces de una carne tan sabrosa y el buey, retirado del trabajo y amortizado en su costo -pues bien que se había ganado el pasto con su tarea en el campo-, venció al novillo, la vaca o a la ternera, alcanzando un prestigio gastronómico inesperado.
Las macizas piezas de gran calibre, sazonadas exclusivamente con sal marina gruesa, cuya costra impide la merma de los jugos, rezumantes de sabor natural y con la duplicidad de textura crujiente/melosa que le imprime el método, alcanzaron tal acogida gastronómica que se inauguró la modalidad hostelera más sucinta y arriesgada del mundo: un solo producto en el menú, el chuletón de buey de más de un kilogramo, guarnecido con pimientos del piquillo asados morosamente hasta confitarse y un solo introito: los espárragos blancos gigantes de Lodosa, pelados a mano, y aliñados con una leve vinagreta.
Con anterioridad, en el apetito vasco habían hecho causa dos modalidades de asado de chuletas bastante anecdóticas: la chuleta al estilo de Bérriz, que data de los años cuarenta, las que asaba el célebre y dispendioso asador “Catarro” de Gernika en los años cincuenta y el Villagodio, bastante anterior.
La primera consistía en asar una chuleta de ternera de lomo alto, previamente en adobada en aceite y ajo picado, a la que se untaba pan rallado y sal antes de llevar a la parrilla y fue un referente del asado estilo vasco bastante tiempo. Las segundas colocaban una chuleta central de vacuno mayor flanqueada en bocadillo con otras dos, al objeto de que dimanaran sus jugos sobre la central. Se despreciaban luego las churruscadas externas para servir únicamente la principal, un desperdicio algo obsceno que aún reclaman algunos partidarios con el sonrojo de un vicio secreto.
Villagodio se denominó al chuletón de novillo de dos o tres años, propicio para compartir, aludiendo jocosamente a la mansedumbre de los toros de lidia del Marqués de Villagodio. El apelativo se extendió en los restaurantes para denominar toda gran pieza de carne roja, asada a la parrilla o a la plancha, desde 1909, cuando el ganadero debutó con sus reses en la plaza de toros que hizo construir en el barrio bilbaíno de Indauchu, donde quedó en evidencia que sus toros sólo servían para la carne.
La aparición del buey en las parrillas guipuzcoanas fue tan celebrada que uno de los más ilustres comentaristas gastronómicos de los años sesenta, el fundador de la Cofradía Vasca de Gastronomía, José María Busca-Isusi1, se atrevió a exclamar públicamente que “el buey lo inventaron los vascos”.
No era tan desatinada la frase, si se entiende al buey como objetivo gastronómico. En la mayoría de las regiones célebres por su afición carnívora, como Argentina, Texas, Australia o Japón, la ganadería tiene un fin alimenticio e inmediato. Las crianzas en pastos rara vez superan los tres años. Criar un buey durante más de veinte años, que suele ser a edad a la que se sacrifica un toro castrado de trabajo, es impensable por su extraordinario coste. Aquellas carnes de bueyes y otros vacunos consumidos en el País Vasco estaba previamente amortizada y sobreexplotada en los caseríos, vinculada a los productos lácteos en el caso de las vacas y al tiro o la colaboración en las faenas del campo en los bueyes, que morían de viejos, sin que nadie pensara en su utilidad culinaria. La llegada al matadero de los bueyes aliviados del yugo, debido a la mecanización del campo, propició el descubrimiento de un manjar inesperado. La aplicación parrillera de sus costillas dio origen del auge de las brasas.
Antes de retirarse, Julián Rivas, pionero de la modalidad, quiso dejar en buenas manos el asador Julián de Tolosa y garantizar la continuidad de su histórico legado. Tomó la iniciativa de reunir a uno de sus clientes habituales, el médico endocrino donostiarra Juan Villar, con un joven cocinero local, Matías Gorrotxategui, en quien había vislumbrado curiosidad y aptitudes de parrillero. Les animó a asociarse y les traspasó el negocio.
Treinta y cinco años después, la marca Julián de Tolosa tiene sucursal en Madrid, la homónima de la Cava Baja. Los Gorrotxategui han cimentado una estirpe. El patriarca sigue oficiando en Tolosa, sólo a mediodía, salvo los fines de semana, cuando también abre de noche, y sus dos hijos, Iñaki y Mikel, están al frente del destino madrileño y de otro asador en Marbella.
Pocos saben que el maestro Juan Mari Arzak, indispensable valedor de la vanguardia culinaria española desde hace más de cuarenta años, también se sintió atraído por el esplendor de las brasas. En 1967, tras su graduación en la Escuela de Hostelería de Madrid y al retorno de sus estadías formativas en restaurantes europeos, se hizo cargo del restaurante familiar e instaló en el pasillo del antiguo acceso una parrilla de carbón de encina a la vista. Aún funciona y compite con la tecnología punta de sus fogones actuales, si hay que tostar a la brasa la evidencia de las carnes rojas.
1Testimonio de Manuel Llano Gorostiza en Clásicos de la Cocina Vasca
José María Busca Isusi nunca se atrevió a escribirlo, pero yo le oí en unas Jornadas Gastronómicas celebradas, en noviembre de 1977, en la Ciudad de San Sebastián una invención que ya había repetido por radio*, sosteniendo, con gran regocijo de Ramón Cabau y de los críticos Gastronómicas allí presentes, «que el buey lo inventaron los vascos«.
A un lado perdonables exageraciones -el «Bos primigenius» fue domesticado hace unos 8.000 años en lo que hoy denominamos tierras de Macedonia y Turquía- los vascos se lamentaron en más de una ocasión de su sufrido y azacaneado ganado vacuno, importando reses de Galicia, Navarra y Francia, generalmente criadas durante el primer año con yerba y forraje y, cebadas después, con cereales y pienso…
* Radio Peninsular. Programa “Protagonistas, nosotros”, de Luis del Olmo, con José María Busca-Isusi como colaborador gastronómico.