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Aunque abunda la literatura gastronómica, escasea la gastronomia en la literatura. El asunto de comer aparentó hasta hace poco tal obviedad que sólo clásicos sobrados de talento y vida, como Cervantes, se atrevieron a hincarle el diente o a emocionarnos contando comidas. No parece inoportuno recordarlo aquí, precisamente este año conmemorativo en que se está perdiendo tanta oportunidad de honrar a nuestro literato supremo.

Los exquisitos y solemnes, los intelectuales de libro, renunciaron a escribir de comida, temiendo que se les acusara de frívolos. El Arcipreste de Hita -mundano, delirante y sensato, como conviene ser-, sí cantó y contó las excelencias de la mesa. Juan Luis Vives, que fue un buen pedagogo, no olvidó que comer es nuestro principal hábito y que de su necesidad hacemos virtud cuando nos deleitamos en ello.

La comida fue tabú hasta hace poco en los textos serios, por la vulgaridad que suponía escribir de esa dependencia inevitable del ser vivo que es comer y su apología se cuestionó a menudo como una proclama a la gula entre las gentes-bien. Al humanista mexicano Alfonso Reyes le escamotearon sus “Memorias de Cocina y Bodega” al publicarle las Obras Completas, pues les pareció a sus editores que el sabio helenista se ocupaba en ellas de un tema menor. Una vez que se le ocurrió publicar un poema titulado “La Minuta”, la critica observo en ello síntomas de una irremediable decadencia, tras lo cual -solía decir- “no me quedaron fuerzas para escribir poco más de cuarenta libros”. Luis Ruiz Contreras, fundador de La Revista Nueva, donde colaboró toda la generación del 98, tuvo que proteger su reputación usando seudónimos femeninos para poder escribir de cocina en los años veinte del pasado siglo.

El caso de Cervantes y su Quijote es más que excepcional por la frecuencia en que se abordan situaciones en las que se come, se desea comer o se evocan platos. Sea por satisfacción o sea por carencia, se tienen en cuenta durante casi todas las jornadas del peculiar road movie de don Quijote y Sancho las cuatro colaciones de rigor –desayuno, comida, merienda y cena-, lo que no ocurre en novela alguna de antaño o de hoy.

Cervantes testimonia que a partir de la hora del Ángelus, la comida era sacrosanta en tiempos del Quijote y todo indica que la actividad se paralizaba por atender esa suprema ocasión del día anotando que “sobre el rato y el tiempo cuando se come y bebe, poca jurisdicción suelen tener otros cuidados”. Entrevera oportunamente platos, predilecciones y regustos que despachan empanadas y tajadas de hígado, migas y gazpachos del pastor, cecinas y orzas de lomo, huevos con torreznos, carnes de pluma y pelo, escabeches, adobos, mejunjes y cacerolas sazonadas de especias; ollas con retazosde diversidad, para los canónigos y para los rectores de colegios, o para las bodas labradorescas”, bacalaos, truchuelas o abadejos; sabogas, sardinas arengues salpresadas, berenjenas “del moro amigas”, aliñadas con ajo, comino y vinagre, como gustaban a Dulcinea; humildes habas de todas las maneras (“que en todas las casas cuecen habas y en la mía a calderadas”), incluso aquel caviar mítico -cuya noticia se anticipa en siglos al que Pretrossian llevó a París como novedad- que se sacaba de los esturiones del Guadalquivir, al que Cervantes llama manjar negro o cavial y “es hecho de huevos de pescado, gran despertador de la colambre”; sin que falte la referencia a la bolsa de la compra, “que en la Corte son los gastos grandes: que el pan vale a real, y la carne, la libra a 30 maravedís”, según Teresa Panza.

En su primera página ya derrama Cervantes la retahíla de condumios habituales de la dieta semanal de Alonso Quijano para ubicar al personaje, una innovación en el método literario que revela expeditivamente la condición del protagonista: “…una olla de algo más vaca que carnero, salpicón las más noches, duelos y quebrantos los sábados, lentejas los viernes, algún palomino de añadidura los domingos…”, identificándole sin demora con la austeridad de un hidalgo castellano desocupado y aliviando al lector de mayores antecedentes para despachar pronto la cuestión principal: que su ociosidad, poblada de lecturas fantasiosas, le había enajenado.

Verifica sucintamente todo lo dicho cómo Miguel de Cervantes carga de contenido gastronómico su novela más universal y quién sabe si buena parte de su persistencia durante más de cuatro siglos no se deba a la suculenta emotividad que transmite convocando al apetito en sus textos.

CERVANTES | Revista SOBREMESA
CERVANTES | Revista SOBREMESA