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Actualmente la cocina es una actividad bien acogida por la gran audiencia, pero no siempre fue así. Hubo un tiempo –que suena remoto, pero no lo es tanto– en que los chefs no eran de recibo. Entiéndase: su noble profesión de gratificar al paladar funcionaba en las catacumbas de los hoteles y restaurantes. Se diría que manipulaban y adornaban cadáveres de aves o pescados, urdían pócimas sabrosas con huesos y despojos; aliñaban prolíficos brotes espontáneos o cultivados de la tierra.

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Los cocineros eran imprescindibles, pero también bastante huraños y distantes. Por ejemplo, eran renuentes a divulgar sus recetas y conocimientos, incluso entre sus compañeros, y el trajín de su profesión –ejercida en recintos calurosos e inflexibles– no engendraba protagonismos ni liderazgos. Siempre estuvieron bien pagados, ésa es la verdad, porque sus facultades físicas y conocimientos profesionales, que eran poco comunes, lo justificaban. Pero los cocineros no tenían precisamente una imagen profesional notoria ni mucho menos. Si se revisan las escasas crónicas de restaurantes de los años sesenta del pasado siglo, uno percibe cómo se esquiva la función culinaria, que se da por hecha y satisfactoria, con leves acotaciones, mientras prevalece la figura del maître y su ceremonial debido a su proximidad y buen tono.

Elena Santonja | Canal Cocina | La Ficha Rosa del Trivial
Elena Santonja | Canal Cocina | La Ficha Rosa del Trivial

En aquella hostelería, al menos agraciado de los principiantes lo destinaban a la cocina y al más apuesto, a la sala. No es que hoy sea exactamente al revés, pero está claro que el chef es el líder del comedor desde que las elaboraciones llegan estéticamente emplatadas desde la cocina y en la sala se modifica poco o nada la presentación del plato. Y los reality-competition show de televisión se han convertido en un logro profesional vistoso, un crédito social al cocinero y un producto mediático masivo que genera curiosidad incesante por la cocina y su artífices.

La aproximación a la cocina de los medios audiovisuales españoles se inició tímidamente hasta que llegó Elena Santonja, el versátil personaje que acaba de desaparecer. Condujo el primer programa de cocina que caló de veras entre los telespectadores gracias a su procedimiento y donaire, nada menos que durante siete años, aunque no sea inoportuno revisar qué paso antes.

Los inicios en televisión

En los años 60, el actor y presentador Pablo Sanz fue el primero que llevó a un cocinero a un plató de televisión. Se trataba de Pedro Unsáin –profesor de la Escuela de Hostelería de Madrid y mentor por entonces del mítico Juan Mari Arzak–, quien contaba episodios culinarios sobre cómo nos habían robado los franceses la fórmula de la mahonesa o la de la tortilla cartujana para llamarla tortilla francesa. Todavía la manipulación de los alimentos cara al público y la búsqueda del placer gastronómico resultaban algo obscenas en aquella España en blanco y negro donde hablar de comer podía significar una proclama a la gula pecaminosa. Fue Maruja Callaved quien comenzó a mostrar ante las cámaras de televisión cómo se elaboraban los platos. El trasfondo dietético de su programa “Vamos a la mesa”, no fue impedimento para que, durante 1967, los hosteleros del momento accedieran a preparar sus platos más jugosos, despertando el interés por la cocina de muchos espectadores. Sus episodios fueron protagonizados por José Luis Ruiz Solaguren, de los restaurantes José Luis; Cándido, de Segovia o Clodoaldo Cortés, del Jockey madrileño, ejerciendo de cocineros más escénicos que aleccionadores, esa es la verdad. Más tarde Alfredo Amestoy, pionero de programas quiméricos, se atrevió a sacar y comentar imágenes de los platos raros y étnicos que se hacían en Londres. Aquello sirvió para que los televidentes llegaran a la conclusión de que donde estuviera una paella o un guiso maternal que se quitaran esos dislates de protestantes e infieles. También, en compañía de Manuel Martín Ferrán, quien más tarde se reveló como un gourmet muy respetable, efectuó magazines donde daba consejos culinarios el chef Manuel Garcés, autor de libros profesionales, además de profesor también de la Escuela de Hostelería madrileña. Luego, en los inicios de la televisión privada, Amestoy puso en marcha el programa-concurso de cocina, “Entre platos anda el juego”, que duró tres años, y “Comer es un placer”, un recorrido por la actualidad culinaria de las 17 autonomías donde se revelaron primicias de la renovación culinaria española, apareciendo por vez primera, con alcance nacional, Ferran Adrià o Manolo de la Osa, cocinando durante cinco días seguidos. Pero eso llegó después, coincidiendo con la aparición de Carlos Arguiñano, el coloso del tema, cuya trayectoria eficaz supera los 20 años

Con las manos en la masa

En efecto los orígenes de la televisión fueron escasos en divulgación gastronómica, más allá de lo citado. Solo dos canales se repartían el pastel y tampoco deja de ser cierto que trasmitir visualmente la cocina tiene su dificultad. La comida en la tele no se huele ni se saborea y, si te descuidas, ver cómo efectuarla tampoco es tan didáctico. Se disfruta del espectáculo y se captan curiosidades, si el cocinero es ameno, pero cabe dudar si se aprende a cocinar, pues la trasmisión se trampea inevitablemente para ajustar producción y tiempos. Y ante todo, la ausencia de los estímulos naturales de la comida exige mucha complicidad del comunicador. Eso se logró del todo, por vez primera, en 1983 con la llegada de Elena Santonja, que venía del cine, la música y las artes plásticas, aunque ya había ejercido como presentadora de uno de los programa iniciales de TVE, llamado “Entre nosotras”.

Su espontaneidad en la distancia corta ante invitados a los que hacía cocinar, su destreza ante los fogones y las cámaras e incluso la popular sintonía del programa grabada expresamente por Vainica Doble –el dúo musical que formaba con su hermana Carmen– se tradujeron en siete años de permanencia ininterrumpida del programa “Con las manos en la masa”, el de mayor continuidad en la historia de los programas de cocina en España, hasta la era Arguiñano.

Fue la Santonja, como se la conoció en el ámbito artístico,  quien empezó a intercalar a sus invitados con cocineros, vistosos y profesionales, con una duplicidad mediática y culinaria equilibrada y eficaz. El clima de confianza, la naturalidad y la frescura de su espacio determinó un formato reiterado después por numerosos programas, incluido el que trajo a TVE José Andrés hace unos años. Con las manos en la masa registró el paso y la tarea culinaria de toda la nómina de la movida (Alaska, Ana Belén, Sabina, Wyoming, Almodovar…), de políticos como Joaquín Leguina, divos y divas de actualidad permanente, como Sara Montiel, Concha Velasco, Fernando Fernán-Gómez o Adolfo Marsillach y cocineros magistrales, como Luis Irízar, activando cada semana un par de recetas versadas y conversadas. Esas 350 semanas acumularon el variopinto interés por la cocina de otros tantos personajes de la rigurosa actualidad española del decenio de los 80, lo que engendró en el público una curiosidad culinaria pendiente y, sin duda, estimuló el alcance lúdico y placentero de comer mejor.

Se va con Elena Santonja una mujer desenvuelta, diversa y extraordinariamente amena que contribuyó a la difusión en positivo de un oficio que forma parte de parcela más optimista de la vida española. Es oportuno su reconocimiento y me ha gustado ver que –reciente su fallecimiento a mediados de octubre–, Luz de Luna, el restaurante mexicano que evoca la inmortal melodía entonada por Chavela Vargas, ha decidido rendirle un homenaje dedicándole su altar de muertos en estas fechas.