COMER DE OFICIO |
Hasta mediados de los años ochenta del pasado siglo, los franceses cruzaban la frontera a España arrugando la nariz y diciendo “déjà se sent l’ail et l’huile” (ya huele a aceite y ajo), un modo desdeñoso de manifestar la impresión que les causaba nuestra cocina…
La consideración que tenían de la suya alcanzaba un grado supremo e incomparable. Eran más de mantequilla que de aceite y más de echalote que de ajo. La verdad es que esa liliácea que nos la trajeron los fenicios -que ya es remontarse- tuvo mala fama incluso aquí entre las gentes bien y cosmopolitas; se asociaba al gusto más vil. Al aceite de oliva le ocurría algo más grave: se obtenía groseramente tras el almacenamiento y la inevitable fermentación de las olivas recolectadas; era poco higiénico y, en efecto, olía muy fuerte. Nuestra cocina regional, a pesar de gozar de productos soberbios, estaba bastante impregnada de ambas sustancias y su método familiar o profesional solía ser imprevisible.
La cocina francesa, sin embargo, había creado escuela y método. Era (sigue siendo) la que mejor facilita el entendimiento profesional en la cocina, mediante un repertorio de términos y procedimientos que definen fondos, salsas, emulsiones, guarniciones y demás formas de preparar los manjares, así como una organización del oficio por partidas para desglosar funciones. Su defecto, si hay que encontrárselo, es que resultaba demasiado estricta. Lo mismo que no hay nada peor que tener ideologías para tener ideas, la doctrina culinaria francesa ha sido autocomplaciente en su recetario clásico; dejó de ser imaginativa y quizás se haya dormido en los laureles, por decirlo coloquialmente.
Augusto Escoffier, un chef con talento y trayecto, estructuró la cocina francesa a comienzos del siglo XX, con criterios y fórmulas incuestionables, que su discípulo Louis Saulnier reflejó en elRepertoire de la Cuisine (1914), una síntesis de todos los procedimientos, creando escuela en el oficio culinario. Gozó después de grandes chef renovadores, como Fernand Point, la saga de los Olivier, la dinastía Blanc y el precursor de la nouvelle cuisine, Paul Bocuse. Su propuesta de los años 70 es un manifiesto a favor de la cocina inmediata y el mercado cotidiano; de las cocciones leves, al estilo oriental, y de la ausencia de harina o nata en las salsas. Simultáneamente o luego han aportado lo suyo personajes como los hermanos Troisgros, el gran Michel Guérard, el franco-suizo Frédy Girardet, los vanguardistas Gragnier o Bras y, no digamos, Joël Robuchon o Alain Ducasse, por hacer la lista corta. A pesar de ese despliegue irrebatible de autoridad profesional, se tiene la sensación -acaso algo simple, pero también algo cierta- de que la cocina francesa ha perdido fuelle en el reconocimiento actual y transita por el mundo con un aurea vintage, que tampoco está tan justificado. Su mayor pecado, dicho con el mayor respeto, fue dictaminar sin opciones lo que se podía hacer o lo que no se podía hacer en cocina, dando la impresión de que ni cada 100 años se inventa una salsa, en tiempos que cocinar es cósmico y es imaginativo. Lo que tampoco tiene que ser la panacea de la mejor culinaria futura: no deja de correrse el riesgo de uniformar el universo del sabor y acabar con las identidades locales, que tienen su fundamento y mérito, e identifican algo más que la cocina de cada sitio.
La iniciativa del ministro de Asuntos Exteriores y Desarrollo Internacional de Francia, Laurent Fabius y del chef Alain Ducasse de impulsar con la operación Goût de France la actualidad de la cocina francesa, me ha parecido, por todo lo anterior y por lo que conlleva, extraordinariamente oportuna.
Es cierto que no ha generado demasiado ruido aquí. Somos nosotros ahora quienes nos arrogamos con la creencia de poseer la mejor cocina del mundo en un complaciente equívoco. Tenemos grandes y competentes chef, una cocina regional dotada de productos soberbios y cocineros con ganas; estimulamos el turismo gastronómico, un mensaje que conviene; pero es casi nula la presencia de nuestra cocina en el mercado internacional en cuanto a restaurantes característicos y productos españoles. En la gastronomía extranjera no somos , ni de lejos, Italia, Japón, China, México o Francia. Generalizamos el alcance de nuestra cocina confundiéndola con el éxito de nuestras sobresalientes individualidades y eso puede resultar ilusorio.
La primera edición de Goût de France ha sido un ejercicio de colectivismo, en lugar de individualismo. Durante una sola jornada, 1.300 restaurantes del mundo (85% de ellos, instalados fuera de Francia) han servido un menú “a la francesa”, es decir, un aperitivo tradicional francés, una entrada fría y otra caliente; un pescado o un crustáceo; una carne o un ave; un queso francés y un postre de chocolate, todo ello regado con vinos, aguas y digestivos franceses. El propósito se inspira en fundamentos gastronomicos franceses, pero con agilidad al acoger interpretaciones o aportaciones locales con las que intuya por donde van las tendencias en cada sitio. Ha ocurrido el día 19 de marzo, simultáneamente en 150 países de los cinco continentes. Los datos nos llegan ahora: más de cien mil personas han convivido en torno a un menú francés durante ese día, con una media de 76 comensales por restaurante.
De Tadjikistan a Nueva York, pasando por Togo, las Seychelles o Sri Lanka la cocina francesa fue protagonista durante 24 horas -mediante la secuencia gradual de los husos horarios-, en centenares de poblaciones del mundo, con un efecto concreto y cierta carga de energía metafísica también. Hubo Cabillaud au confit d’echalote, en Reykiavik; Perfait de foie-gras, cereza negra y amande fumée, en Dublin; Tian provençal de légumes et émulsion d’herbes aromatiques, en Ereván; Noisette d’agneau, pommes de terre fondantes y petits pois, en Sideney… Treinta y tres restaurantes españoles participaron en el acontecimiento, entre ellos Club Allard, de Madrid; Hofmann, de Barcelona o Zaldiaran, de Vitoria.
Uno piensa, inevitablemente, que un ejercicio de tamaño alcance deja un rédito concreto y amplio. Establece la percepción real de tu cocina y sus formas contemporáneas, mediante interpretaciones verificadas en el mundo; todo un sondeo global. Sirve para recopilar el cúmulo de fórmulas culinarias vigentes, junto a tendencias renovadoras remotas; recuerda y proyecta los productos y procedimientos más genuinos, lo que nunca viene mal. En definitiva, se trata de una actividad que procede para comprobar y estimular la cocina real, dejándose de ambigüedades y entusiasmos gratuitos.
La gastronomía de un país es un compendio social; no una lista de celebridades. El promotor oficial de la iniciativa francesa es, precisamente, el responsable de la imagen internacional de su país y se manifiesta colectivista al decir que “la gastronomía forma parte de nuestra identidad y existen mil maneras de saborear Francia y su creatividad”.
Espero que no se me tilde de afrancesado por interpretarlo así y tampoco por aprovechar la ocasión para manifestar, con motivo de la operación Goût de France, mi personal gratitud a la formación culinaria francesa precoz, ahora que de nuevo se habla de impartir la enseñanza del sabor y los alimentos en las escuelas. Hace muchos años, viví tres meses en Andorra efectuando prácticas y sustituciones en la emisora Radio des Valls de Andorra, de la cadena Europa 1. Ante la conveniencia de prepararme la comida en la pensión donde vivía, donde tenía derecho a cocinar, me guié por las recetas de un libro que se editó con éxito en 1963 (y del que creo que se han vendido desde entonces más de 3 millones de ejemplares) y compré por elemental. “La Cuisine est un jeu d’enfants”, de Michel Olivier, pionero de la televisión culinaria en Francia, es un somero compendio de unas 40 recetas que incluyen sopas y entremeses, huevos y pescado, carnes y aves, legumbres, salsas y postres. Más sencillas y asequibles no podían ser. Sólo he visto algo similar, en cuanto a facilidad y eficacia: el manual de recetas que creó hace doce años Ferran Adrià para Caprabo. Creo que me las hice todas, entonces o después, las he compartido muchas veces; su técnica es primaria, pero da gusto cómo salen. Me siguen pareciendo didácticas y reproduzco un par de ellas, como un tributo al modo de cocinar francés. Con ese libro, aprendí a cocinar, a gozar del apetito y a contarlo.