Un modo bastante razonable de apreciar los platos favoritos y los lugares donde los disfrutamos consiste en evaluarlos a través del tiempo o en sus estaciones propicias; o sea, cotejar si mantienen, desmerecen o aventajan aquello que probamos antes. Los oficios de cocinar y de comer están poblados de situaciones y contextos bastante diversos que influyen al evaluar el mismo plato. Los productos frescos que intervienen en una elaboración culinaria no son exactamente iguales cada día, aunque el cocinero sea el mismo. Los puntos de cocción, temperatura y sazón siempre varían en algo, pues la intuición e inspiración del propio cocinero, incluso su estado de ánimo, difieren en cada situación e inevitablemente trasmiten otro tono al artificio culinario; acaso sutil, pero evidente para el gourmet competente o el crítico que afina en la opinión. El apetito, la curiosidad, el clima, la compañía y otras tantas virtualidades (hasta la de quién paga la comida, que todo hay que decirlo) desencadenan una subjetividad flexible en el comensal y también condicionan su percepción ante platos, supuestamente idénticos, pero saboreados en días diferentes.
Sin embargo cada vez es más raro escuchar que las cocochas, los callos, el cebiche o la fabada de tal sitio estuvieron mejor o peor que cuando las catamos la otra vez. Luego veremos por qué.
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La curiosidad e interpretación de los platos por parte del comensal ha cambiado bastante, pero la actividad culinaria ha cambiado aún más. Las predilecciones por los platos de trazo artesano y genuino (un lenguado meunière, un coq au vin o una menestra clásica, pongo por caso) han disminuido. Gusta catar novedades que caducan al atardecer, o sea, faltas de referencia y de futuro. Las revelaciones étnicas gozan de una acogida incontestable, por más que sus ingredientes sean ajenos e insospechados. La fusión sin tasa ni fundamento depara acertijos culinarios y la estética del plato prevalece muy a menudo sobre las cualidades sápidas. En realidad, el experimento sólo es grave en la medida en que anule fundamentos de la alimentación tradicional que identifica al país, cancelando platos sustanciales de la cocina regional y casera. O que soslaye el protagonismo y la excelencia de los productos básicos en nombre de la creatividad.
No todo es culpa de la cocina, pues nos hallábamos anclados en certidumbres obsoletas, repertorios culinarios inamovibles y, si nos asomábamos al exterior, era para echar de menos los chipirones en su tinta, la tortilla española o la paella. Sin embargo, la tecnología profesional en cocina ha influido decisivamente en la percepción y aprecio de la restauración actual. En algún sentido aquí también “la tecnología ha matado al misterio”, como comentó en una ocasión el periodista y aventurero Miguel de la Quadra-Salcedo.
Determinados instrumentos de la tecnología culinaria, evidentemente eficaces y bienvenidos al ámbito profesional, garantizan puntos de cocción, hidratación y larga conservación de los alimentos que participan en la elaboración de los platos. Son instalaciones tecnológicas que generan una identidad constante de los platos a partir de parámetros idénticos, a costa, eso sí, de la cualidad artesanal y la elasticidad en el aprecio a la que nos referíamos antes. Paradójicamente, los tiempos de mayor creatividad coinciden con los de la metodología más estricta, donde se disipa la espontaneidad y prospera la misión de ensamblar los platos en lugar de guisarlos.
Entiéndase que se trata de una verificación y no de una crítica o desavenencia con la tecnología, componente de la modernidad que, como en tantas otras cosas, influye en la manera de crear actual. Precisamente la reflexión es oportuna para rendir homenaje al chef Georges Pralus, desaparecido hace dos años e inventor de la más importante de las aportaciones tecnológicas de la cocina contemporánea: la cocción al vacío, técnica que desarrolló hace 30 años tras comprobar la posibilidad de mantener los alimentos conservados durante largo tiempo, y sin deterioro alguno, en una atmósfera carente de aire.
La elaboración fragmentada de platos al vacío vino después, cuando en 1974 disminuyó las mermas del foie-gras, el producto de mayor venta en el restaurante de los célebres los hermanos Troisgros de Roanne (Francia) en un 40 %, aplicando el método de la cocción al vacío. Con ella se preservan perfectamente los alimentos cocinados a baja temperatura, se gestionan con mayor eficacia las materias primas, las mermas se reducen sin evaporaciones ni desperdicios; se anticipa el trabajo, incluso en tiempos muertos; se agiliza el servicio del plato con un simple ajuste de temperatura y acaba con la agresividad de los hornos tradicionales, entre otras virtudes.
Pralus, publicó su libro La Cuisine sous vide en 1985 y aleccionó en ella a célebres chefs como Jean Troisgros, Joël Robuchon, Paul Bocuse, Alain Ducasse, Bernard Loisseau, Michel Bras o Alain Senderens, el chef del Elíseo, quienes la aplicaron y extendieron en el mundo. Subtituló su libro La Cuisine de l’an 2000 y ha tenido razón. Quienes aprovecharon su invento lo saben, y bien que se cobran el mérito.