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Con evidente olfato (periodístico y culinario), Manuel Vázquez Montalbán dejó dicho que “la palabra tapa está destinada a ingresar en el diccionario políglota universal”.

Hoy, en efecto, la tapa es el mensaje gastronómico más característico y colectivo de España. Basta con decir “tapas” para identificar la cocina española en el mundo. Definen nuestra modalidad culinaria más popular y genuina; son la punta de lanza de nuestra penetración culinaria internacional. Como las pizzas para los italianos, el dim-sum para los chinos, los tacos para los mexicanos, los mezze entre los árabes o el sushi para los japoneses. Porciones de alimentos elaborados con técnicas y productos diversos, que pueden saborearse de manera informal, cuya denominación no necesita traducirse a otros idiomas para identificar su origen y carácter en cualquier lugar del mundo. El hábito creciente de comer a poquitos, fragmentado y variado, como a golpes de intuición, ha impuesto su trascendencia global.

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La tapa nació como aperitivo para acompañar la bebida -que es con lo que el astuto tabernero, más gana- y prolongar la permanencia del cliente en el bar, ligeramente alimentado para que el alcohol le respete.
La filóloga y archivera María Moliner tuvo la delirante ocurrencia de escribir, sin testimonio documental alguno, que su nombre se originó en las tabernas decimonónicas. Según ella se trataba de la loncha de jamón, embutido o queso que tapaba el borde de los vasos de vino, para protegerlo de los mosquitos y el polvo. Es un buen argumento, aunque lo contaminable fuera el comestible, pero sobre todo es falso porque la palabra tapa no se menciona en ningún texto del siglo XIX y hasta el Diccionario de la Academia de la Lengua de 1939 no aparece su definición oficial como “Pequeña porción de algún alimento que se sirve como acompañamiento de una bebida”. Lo que sugiere que más bien se trata de una voz concebida en sentido figurado, consecuente con el tono coloquial andaluz, de donde debe proceder el vocablo: el alimento breve que tapa el apetito.

En todo caso, España era el único país donde te regalaban algún aperitivo sólido para acompañar la bebida. Aunque sólo fueran unas aceitunas aliñadas, una rodaja de chorizo o un puñado de almendras. En Andalucía, los guisos de cocina y los fritos, en porciones de uno o dos bocados, fueron el modo de entender el progreso de la tapa, junto al hecho “de comer de pié”, que es un ademán muy flamenco. En el País Vasco, donde no se bebe sin comer, nació el pintxo o la tapa atravesada por un palillo. En Casa Vallés de San Sebastián se inventó la primera banderilla o pintxo, la Gilda de anchoa con aceituna y guindilla, pinchadas en mondadientes, aludiendo a la célebre película de 1946, por «salada, verde y picante”. El pincho como “porción de comida tomada como aperitivo que a veces se atraviesa con un palillo” no llega al diccionario de la Real Academia hasta 2001.

TAPA

En Madrid la tapa fue familiar y festiva, porque el hábito de tomar el aperitivo los domingos (que no hubo sábados festivos hasta los años 60), con familiares y amigos de bar en bar, generó la competencia entre las especialidades de cada barrio. Madrid es la capital de la gastronomía de a pie, donde abundan distritos y estilos de “tapear”. Pueden ser lujosos o humildes, domingueros o cotidianos; especializados, variados, vanguardistas o clásicos, pero Madrid vive y saborea la calle.

En todo caso, “la tapa es la manera urdida por el tabernero para hacer pedir otra copa”, -opina el cronista culinario Oscar Caballero. Y sus comienzos madrileños, tienen fecha concreta y no es ocioso contar su génesis, pues resulta ser lo más documentado que existe a propósito de la tapa y su función inicial.

En 1928, el Cock Bar que había inaugurado Perico Chicote en la Gran Vía, frente al Palacio de la Música, se traslada a la calle Reina y su propietario, el bilbaíno Emilio Saracho contrata a Lorenzo García Barba, primer barman español que ejerció como tal en Madrid, al 20% del negocio. Como tal socio, el nuevo barman tuvo la iniciativa de incorporar un cocinero al bar. Su misión consistía en improvisar reconfortantes bocados de cocina o tentempiés gratuitos para que los clientes del aperitivo, de mediodía y tarde, dilataran su permanencia en el bar consumiendo más bebidas. El cocinero se llamó Aquilino Esteban y evocaba frecuentemente aquel ingenioso estímulo comercial que pronto adoptaron numerosos bares de Madrid, hasta que se jubiló como chef de cocina de un Parador de Turismo.

Desde entonces, las tapas fueron gratis en las tabernas populares de España, muy variadas, cantadas en voz alta y cuanto más saladas o picantes, mejor, pues estimulan la función de hacer beber y animan a repetir la ronda de bebidas. Aún se disfruta de la tapa acompañando cada bebida, aunque la tapa alimenticia, copiosa o de autor, se paga, como se pagan las raciones culinarias a compartir.

Lo grande es que la tapa ha encontrado sitio y nombre en la cultura gastronómica universal, como quería Vázquez Moltalbán. Falta todavía que sirva para conducir por el mundo a nuestros productos genuinos y no se quede en el nombre.