A Francis Mallmann se le encomendó un espectáculo gastronómico popular, al estilo de la Pampa, para celebrar vísperas de Madrid Fusión, donde Argentina fue País invitado. Así que efectuó una fogata inmensa, a cuyo rescoldo lento afinó el sabor de pollos, lomos de carne y mollejas, pescados y abundantes verduras, todo ello colgado en desconocidos ingenios. Más de dos mil personas disfrutaron de la degustación y el chef no tuvo la culpa de que se le asignara la mismísima Plaza Mayor para efectuar el acontecimiento, que fue polémico debido a que a los hosteleros de allí les pareció impropio.
No entro en discordias, que a la Plaza Mayor madrileña no le faltan en todas las direcciones. Lo que sí celebro es el paso por Madrid del chef Francis Mallmann, al que tenemos pocas oportunidades de ver en acción fuera de América. Depara la ocasión de rememorarlo como el chef más influyente y vigente de Argentina, un país al que se suele soslayar en el ámbito gourmet, debido a su aparente limitación carnívora y apegos culinarios más europeos que exóticos o mestizos, que es lo que se lleva.
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En los últimos 30 años el nombre de Francis Mallmann basta para convocar el entusiasmo de los comensales hacia sus establecimientos, fijos y ocasionales, repartidos entre Argentina, Uruguay y Estados Unidos, a las inauditas iniciativas que suele proponer, los libros con que alecciona y los programas de televisión que protagoniza, de Norteamérica a la Patagonia. Su nombre es sinónimo de calidad y cultura, de rebeldía e innovación. Su cocina es un canto a la gastronomía de su tierra, una revisión apasionada y ardiente de los guisos tradicionales. Se trata del cocinero más universal de Argentina y del único chef hispanoamericano galardonado con el Grand Prix de l’Art de la Sciene de la Cuisine, en 1995 por la Academia Internacional de Gastronomía de París, a la vez que a Pierre Gragnier; un premio otorgado a autoridades culinarias de la talla de Freddy Girardet, Ferrán Adrià, Joel Robuchon, Gordon Ramsay o Alain Ducasse.
La pasión por los fogones atrapó a Francis Mallmann en 1979, con 18 años, cuando le surgió la oportunidad de atender un restaurante a medias. Se percató entonces de la necesidad de formarse, lo que le trasladó a Francia, para efectuar prácticas con grandes chefs como Bocuse, Vergé y Senderens durante más de dos años. “Fue una época magnífica –rememora–, en la que brotaba la nouvelle cuisine, sin olvidarse de los fundamentos clásicos”.
Cuando regresó a Buenos Aires en 1983 abrió su propio restaurante en el barrio de Palermo, un lugar exclusivo y secreto, sin nombre ni letreros y con cinco mesas sólo. Se convirtió en una referencia indispensable de cenas vanguardistas y en un vivero de discípulos, pues durante la mañana daba clases de cocina. Sin embargo, al correr de los años, fue eludiendo los fundamentos culinarios galos para ceder al reclamo de las llamas, del producto y de los sabores más ciertos. Abrazó entonces las sensaciones de la Patagonia y afirmó su estilo. Francis Mallmann lo resume así: “No me gusta la armonía de sabores. Prefiero sentir guerras en la boca.”
Usa el producto como munición y se expresa en el lenguaje de las brasas. El fuego es su mayor aliado, un fuego que arde como salido de la boca del infierno en los fogones de sus locales: Patagonia Sur (La Boca. Buenos Aires), 1884 (Mendoza), Garzón (Uruguay) y Los Negros (Punta del Este, Uruguay) o Faena (Miami Beach. USA). Sigue siendo capaz de sorprenderse aún con las elaboraciones de la papa andina de Puna, reflejándolo en su característico “calor brutal”, alojado en piezas pequeñas que el fuego amenaza con destruir y convierte, con su toque, en auténticas delicatesen gourmet. Una pasión, si se quiere, violenta: “Suelo aplastar lo que cocino. Si es una carne, rompo el músculo donde logro entrar; si es una verdura, abro espacios para que penetren los sabores”. Y la violencia se torna sublimación a la hora de sentir esas guerras en el paladar: los contrastes entre el frío y el calor, lo seco y lo mojado, lo crujiente y lo viscoso. Aunque los ingredientes y recetas de la tierra andina no son el único secreto que explica la autoridad de Francis Mallmann: “El grado de magnificencia y placer que produce un plato puede variar de acuerdo a la creatividad, alegría y energía que se le ponga. Una vez más, eso muestra lo peligrosa que puede ser la rutina en la cocina”.

Acaso por ello, las iniciativas de Francis Mallmann suelen ser itinerantes, periódicas e insospechadas. Por ejemplo, su restaurante 1884 de Mendoza –clasificado en el séptimo puesto de la lista The World’s 50 Best Restaurants de 2002–, un monumental espacio de patios, fuentes, bodegas y salones, solo se abre durante un periodo del año que incluye la temporada de vendimia en la comarca. “Necesito romance para encarar cada proyecto”, dice. Como prueba de ello, no me resisto a contar su iniciativa de Garzón, en el interior de Uruguay, país con el que guarda estrechos lazos familiares, cuya delirante originalidad puedo atestiguar.
Descontento por la intensidad turística de Faro José Ignacio, en el límite oriental de Punta del Este, donde había anticipado en los años 80 un singular restaurante llamado La Posada del Mar, Mallmann descubrió en la serranía del Uruguay una población fantasma donde domicilios y tiendas, la estación de ferrocarril, las escuelas, el ayuntamiento, incluso el cementerio, habían sido clausurados. En el decrépito chaflán de un almacén de víveres, instalado junto a la Plaza Mayor del lugar, Francis decidió instalar un hotel con 7 suites y un restaurante (el Lucifer) cuya exclusividad y rústico refinamiento atrae desde hace 10 años a significativos personajes. Comprende una biblioteca de más de 4.000 libros, automóviles de los años 30 para recoger en el aeropuerto a clientela exclusiva del mundo entero y ningún televisor. Garzón abre todo el año y la vida ha vuelto al lugar. Ahora, casi todos los habitantes, algunos de ellos retornados, son empleados y discípulos de la fantasía de un chef insólito.

“En este Uruguay de atrás –cuanta Francis Mallmann–, he tenido la ocasión de desarrollar técnicas de infernillo, que consiste en cocinar entre dos fuegos, junto a un horno de barro a leña, lo que también otorga mucho carácter a nuestra cocina”. Y los productos habituales de la zona son su despensa habitual: cordero de las sierras, verduras y yerbas de huertas propias, lechones o los pescados y mariscos que llegan diariamente de Faro José Ignacio, que está a 60 kilómetros.

Garzón, hotel y restaurante, y el Galpón del Molino, una extensión social más informal y apacible, situada en sus proximidades, donde se efectúan encuentros culinarios en torna a mesas comunes, además de exposiciones artísticas y escenificaciones musicales o dramáticas semanales, se ha convertido en un inaudito destino turístico. Es acaso la iniciativa más ilusionada y singular de Francis Mallmann, de la que contagió a su amigo Manuel Más, bodeguero de Finca La Anita, en Mendoza y luego al fotógrafo británico Martin Summers, que incluso se ido a vivir allí. La dimensión excepcional del proyecto de Garzón ha sido plasmado en numerosas publicaciones como Food & Wines, London Times Sunday Magazine, The New York Times, Vogue Entertaining, Food Illustrated y Conde Nast Traveler, entre otras muchas publicaciones.

El chef del fuego, Francis Mallmann.